“De la misma forma que la gente no consume almejas vivas por el placer de verlas
sufrir con el limón, los aficionados no acudimos a la plaza para compensar ninguna
patología semejante. ¿Pero son acaso las almejas inferiores a un toro? Porque
cuando habla de sufrimiento y crueldad, ¿hasta dónde establece los límites
permisibles? ¿A las moscas que perecen brutalmente con el insecticida? ¿O al
genocidio de bacterias por el antibiótico? Sería curioso saber quiénes encabezan la
lista de los 40 animales principales. Una rata, ¿es más o menos digna que un gato? “
Albert Boadella, dramaturgo.
Que la Tauromaquia no es Arte ni Cultura al ser una tortura supuesta es el más popular y característico estribillo de los antitaurinos; extenso en todos los países del toro merced a su rima fofa y la simpleza del planteamiento, se ha erigido como el clamor generalizado de aquellos quienes protestan frente a los cosos taurinos cada tarde o noche o invaden de forma enfermiza y dominica cuanto foro taurino haya; un toro de lidia es combatido con la inteligencia del hombre en servicio de la belleza, la vida y la muerte; sólo con estas pretensiones, y lo que nos dicta la intensión del rito taurino, la naturaleza y la fisiología del toro, se apunta unánime a que esta práctica no constituye una tortura, a menos que, como señalara el filósofo francés Wolf, los antitaurinos distorsionen el concepto mismo de tortura, negándole al mismo tiempo.
Para que la tortura sea tal ha de cumplirse una serie de hechos dentro del acto de atacar un ser vivo: una victima, un victimario, un estado inerme por parte de la victima, el explicito NO consentimiento por parte de la victima de estos vejámenes y, finalmente, el sufrimiento. Tal conjunto de condiciones, reunidas y puestas en práctica, constituyen la tortura en su acepción más aceptada.
De idéntica manera que un torero ultima a un toro en el ruedo con su estocada, un toro a su vez puede ultimar o herir de gravedad al torero con sus pitones (como en efecto ha ocurrido: el doloroso caso de Manolete encabezando la lista) o con su peso descomunal, siendo este un hecho patente y ampliamente conocido. Entonces, hemos de aceptar con toda razón que es frágil, más inexistente que cierta, la línea que separa a la victima del victimario dentro del ruedo: si un toro atraviesa en repetidas ocasiones al matador con sus pitones, hiriéndole en todas partes y dándole volteretas por el aire y arrastrándole interminablemente por la arena, sólo la lógica del antitaurino signaría al toro como victimario y al torero como victima dentro de la tortura (el toro premedita su ataque). Siendo obvio que un toro no puede ser victimario en olor de tortura, también lo será que el torero no puede serlo al no estar nunca asegurado que dentro de la lidia no sufrirá un percance debido a la premeditación y ataque del toro. Al ser la lidia un combate abierto, las igualadas de toro y torero no permiten constituir un hecho de tortura, al ser imposible determinar cuál es la victima y cuál el victimario dentro del interminable albur que representa cada toro.
La siguiente condición, el estado inerme de la victima, al ser el toro lidiado precisamente por su condición de animal para la lucha, está más que ausente dentro del ruedo. Sólo a una persona invidente, y que por ella nunca jamás haya visto un toro de lidia, puede ocurrírsele que éste sea un animal indefenso. Dotado generalmente con media tonelada de peso, rematado con un par de pitones letales y una potencia de embestida tremenda, el toro de lidia pasa para los antitaurinos como un animal triste y anémico, a la sazón de un perro o un venado. La realidad es una: el toro de lidia es un animal altamente peligroso, demostrado lo último con la consabida galería de accidentes y muertes que, de no ser por su fiereza y seriedad, serían imposibles si el toro de lidia fuese un animal inerme o indefenso. Ya nos hemos detenido en la refutación de aquellas ficciones bajas y vulgares con las cuales los antis también intentan desinformar con un supuesto menoscabo de las condiciones físicas del toro antes de la corrida; nuevamente, la muerte en el ruedo de muchos matadores desvirtúan tales afirmaciones; baste decir para concluir que un toro de lidia no es torturado por su estado de indefensión al ser tal estado un imposible: un toro de medio tonelaje y un par de pitones no puede pasar por inerme frente a un hombre cuyas únicas armas sean un trapo, un par de banderillas, una espada de madera o una pica de puya corta y su inteligencia al servicio de la lidia. La premeditación del hombre para ahormar el toro jamás puede compararse con el hecho irrefutable de la fuerza y la naturaleza del animal.
Invariablemente tampoco se puede hablar de tortura con la siguiente condición: el no consentimiento de los vejámenes. Un toro de lidia, desde su nacimiento hasta su muerte en el ruedo, se corresponde fielmente a su naturaleza combativa y boyante; de no existir el consentimiento natural del toro para la lucha, de no embestir, salir suelto a los engaños o irse a tablas por su condición de abanto, la lidia sería imposible con lo que el toro sería vuelto de inmediato a los toriles, siendo así inexistente el combate y la supuesta tortura. El hecho consistente de la repetición del toro en su embestida niega de tajo su no consentimiento a la lucha: el toro de lidia embiste por su naturaleza, la cual no dicta que tenga que hacerlo contra todo; si un toro de lidia, por error, llegando a los límites de su dehesa se hiere con las cercas de las mismas (sean cercas de púas, sean eléctricas) no repite contra la cerca la embestida, sale en dirección contraria, no lucha; sin embargo, herido por la puya o las banderillas, irá y vendrá a los toreros sin dilación, pues él y su naturaleza consienten en luchar. Es imposible la tortura por el no consentimiento del toro o su carácter incauto pues la misma naturaleza del toro lo niega.
Finalmente, el punto crucial de todo se reduce al dolor que pueda sentir el toro durante la lidia. Que el toro sienta dolor no constituye en sí una tortura por razones evidentes: todo dolor para convertirse en tortura tiene que cumplir sin remedio con las anteriores condiciones, suficientemente desmentidas. Sin embargo, el tema del dolor que pueda llegar a sentir el toro es el centro del debate sobre la vigencia de las corridas, importe o no que el mismo sea usado de manera aviesa, hipócrita y torpe por los antitaurinos, mediando afirmaciones como aquella que suscita el texto. Para extendernos sobre el tema del dolor es necesario explicar con exactitud la naturaleza de las armas que se usan y las heridas que suscitan: la pica, cuya puya mide menos de medio milímetro (de 27 a 29 mm), entra al morrillo del toro, zona abultada y cebada, sin compromiso de venas o arterias vitales; tal herida no puede consistir tortura al ser superficial y al no generar un menoscabo en la condición del mismo (todo lo contrario, es usada para activar y dosificar la bravura del toro); las banderillas, generalmente seis, son palitroques que se ponen en el morrillo del toro rematados en anzuelo con una profundidad de 5 centímetros (el morillo del toro tiene más del triple de altura), generan una pérdida de sangre del toro mayor que la producida por la pica al estar comprometidas muscularmente (el toro al combatir abulta su morrillo como muestra de su condición y disposición para combatir, indiferentemente de haber sido sometido a la pica en los caballos) zonas del morrillo a fin de facilitar la estocada; las banderillas cumplen con su cometido loable de disponer al toro para una muerte rápida e indolora; sin embargo, generan un espectáculo aparatoso para algunos al producir en ocasiones sangrado hasta la pesuña; sobre la consideración de incluirlo dentro de la tortura es necesario signar de nuevo las condiciones fisiológicas del toro: al ser un animal para el combate y como todos los incluidos en tal categoría biológica, el toro de lidia fue dotado por la naturaleza con un sistema endocrino capaz de generar betaendorfinas analgésicas o supresoras de dolor, lo cual no deja de ser natural en un animal de lucha; incluso el hombre, al tener relaciones sexuales o vértigo, genera hormonas como la adrenalina, semejante a cualquier ser cefalado que, al ser vulnerable al dolor, está dotado de tales hormonas a fin de garantizar su existencia y supervivencia. Como había que esperarlo, muchos antiraurinos han intentado controvertir la existencia y eficacia de tales hormonas; para su desgracia, las verdades de la ciencia son exactas y continuas, por ello no han podido refutar el hecho cierto de la existencia de las betaendorfinas, valiéndose para el intento con especulaciones y monedas al aire. Cito el siguiente testimonio, no sin decir que en otro apartado de este blog está el vínculo para visitar las conclusiones de las investigaciones sobre el umbral del dolor del toro bravo:
“Dicen los que se han metido en el tema (como un amigo neurocirujano de A.B. que va
por los destazaderos de la plaza de toros de Barcelona con el veterinario titular de la
misma y dice que le cuesta trabajo quitarse el olor a adrenalina que le queda en las
manos después de manipular la carne del toro muerto) que en adrenalina y en
endorfinas, el toro se protege del dolor.”
Dentro de la lidia, la última herida consiste en la estocada: con una espada de 75 cm (filo en los tres cuartos) el torero última o sacrifica al toro vaciándola en el centro del morrillo; de tener éxito, la espada toca el corazón del astado y es despenado en mínimo ocho segundos. De no tener éxito la estocada, al ser toda una suerte, no se permite que el toro siga en pie por más de un minuto, tiempo en el cual se le ultimará con precisión y exactitud con la espada de descabello, que hiere el cuello del toro, despenándolo en menos de un segundo. La estocada no puede ser causal de tortura, al ser la intención de la espada fulminar al toro para evitar su sufrimiento al agonizar, lo cual contraría el principio mismo de la tortura.
Así, hemos nuevamente revisado la validez de las afirmaciones antitaurinas con respecto a la supuesta tortura de un toro durante la lidia: hemos analizado la consistencia de una verdadera tortura y la incompatibilidad que presenta con la tauromaquia, hemos analizado con exactitud la consistencia de las heridas (pues jamás será la intención de un taurino ocultar la verdad) y llegado a esta justa y racional conclusión: la tauromaquia no puede ser tortura al ser muy otra la realidad de las heridas y la lidia, lejos de lo que la mente de baja hampa de los antitaurinos pretenden, por fortuna sin éxito, desinformar y rabiar. Queda al juicio sensato del lector elegir. Queda sí decir que un aficionado no asiste a la plaza a ver el derramamiento de sangre de un animal o un hombre, pues dentro del rito de la lidia tales manifestaciones cruentas representan un número bajo con respecto al grueso de la lidia: el capote, la muleta, el brindis. Si la predilección por la sangre tuviese lugar en un aficionado más le valdría visitar un matadero, o exigir que la lidia se centre en destazar al toro, cosa falaz por no inconcebible, ya que el centro de la fiesta es el toro que combate, la danza de vida y muerte que suscita su paso por la muleta y el capote, la tragedia de dos seres, torero y toro, que someten a la posibilidad de la muerte para crear el Arte más vivo y antiguo.
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